Hay una escena luminosa. Mesa inglesa de estilo; alrededor dos monjas, una civil y mi mamá. Estudian teología. Mi cabeza asoma, pasa apenas el borde de la mesa. La civil dice, mientras sostiene una galletita, que ella no es esa galletita. Así intenta explicarse a Sartre. Escucho la palabra nihilización y, aunque tengo nueve años, la quiero usar. De pronto amo las palabras, necesito entender el mundo a través de ellas.
Las monjas, vestidas de tales, filosofan. Entonces, pienso, Dios no es tan simple: hay que pensarlo. Hay que usar ciertas palabras para entrar en él. Palabras mágicas o salto complejo del pensamiento: la fe es una fuerza filosófica que se resiste a perder un mito.
Miro la galletita que ya no es una galletita sino la comprobación de que yo soy otra cosa que ella. Y, por extensión, otra cosa que el resto del mundo. Pero Dios es uno y trino. Este es el misterio de la santísima trinidad. O, en mis palabras, el mito. Dios es uno, dos y tres. A su vez, ninguno: la eternidad. ¿Cómo puede fijarse esto en imágenes?
Agustina
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